jueves, 24 de marzo de 2011

marianomoreno.blogspot.com

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Quedaron en encontrarse a las 9 de la mañana. TODOS.
El despertador del celular de Mariano sonó a las 5. Demasiado temprano, en realidad. Pero él necesitaba un tiempo para sí mismo, con su mate y su PC, antes del encuentro que hacía tanto tiempo venía preparando. Sus padres dormían todavía. Era feriado. No había por qué levantarse temprano. Don Manuel Moreno, plomero y electricista, hoy no movería su utilitario para ir a arreglar cañerías o conexiones. Su madre, doña Ana María, organizadora de uno de los tantos comedores comunitarios para chicos y ancianos sin recursos del barrio, había previsto entregar viandas ayer, para no tener que trabajar hoy. Piola, la vieja, pensó Mariano. Tuvo la suerte él de crecer entre docenas de niños que le hacían de hermanos (y que todos los días comían los guisos hechos por su madre). Era hijo único. Por la misma razón, pudo estudiar.
A Mariano le gustaban los libros como a otros chicos, el fútbol. Historia, de chico especialmente,  y abogacía, más tarde. Tenía veintitrés años. Ya se había recibido y ya había empezado a trabajar en un bufete. Además, tenía novia. A Guadalupe la había conocido en una reunión estudiantil. Era estudiante de Sociopedagogía con Orientación en Niñez y Adolescencia en Riesgo. Era hermosa e irradiaba una particular entereza. Inteligente, la piba, dedujo Mariano, al escucharla analizar problemáticas sociales.
Con ella hablaba mucho. Y de una de sus tantas conversaciones había nacido la idea, esta idea, que ahora estaba a punto de concretarse en el evento de hoy.
Mariano tomó un sorbo de la bombilla y volvió atrás, cerrando los ojos. Escuchó el silencio, mucho más allá de los ruidos infrecuentes del escaso tránsito de una madrugada de feriado. El absoluto silencio que lo envolvía a veces. Ese silencio que le permitía oír el fluir de la sangre en sus venas y arterias, el bombeo de su corazón.
Y los vio una vez más. Los vio llegar, claramente. Sin rumbo cierto, a tientas, como surcando espesísimas capas de neblina: los primeros inmigrantes de estas tierras. Algunos, caminando a paso lento, pesadamente, viniendo desde Asia y cruzando el continente de norte a sur; otros, navegando trabajosamente, en balsas endebles, por mares embravecidos, hacia aquella tierra, que otros, más tarde, mucho más tarde, al vislumbrar hogueras, llamarían “del Fuego”. Mariano sentía la sangre de esta gente, caliente y espesa, alimentar a la suya; el fluido vital de estos buscadores de vida, de hace trece mil años atrás, echando raíces en su nueva morada, como las inmensas araucarias del sur, ahora petrificadas. Ellos devinieron, con el correr de los milenios onas, tehuelches y mapuches, comechingones, ranqueles y sanavirones, tobas, wichis y guaraníes, quilmes, diaguitas y huarpes,  aimaráes, quichuas y coyas ... El corazón de Mariano bombeaba la sangre de todos ellos, y él, sintiendo intensamente el ritmo de ese fluir, escuchaba al mismo tiempo el arrullo de aguas cristalinas, que a partir de los Andes se convertían en glaciares milenarios y en ríos subterráneos para emerger en vertientes menores en otras regiones lejanas. Sentía también el sonido sibilante del viento constante, y percibía la vibración del aire caliente sobre los desiertos y la sombra fresca de inmensos bosques vírgenes .
Milenios de silencio profundo ... Casi eterno ... El mismo silencio abrumador que descubrieron, maravillados, miles de años después, los hombres venidos de España, que creyeron ser los primeros en apreciar tanta tierra bendita. También a ellos los vio llegar Mariano. A caballo, a pie y en carabelas, arrogantes, armados, ruidosos. Apenas un puñado de entre ellos trataría de estrechar lazos de confraternidad con las tribus ya establecidas en el territorio. Su arribo vomitó ataques, tormentos, esclavitud y exterminio. El silencio de antaño quedó ferozmente herido, cargado de terror y angustia. A pesar de ello, se fundieron, procreando con odio y con amor. Arrojaron niños sobre esta tierra, que debieron marcar nuevas huellas con sus piecitos descalzos, niños que terminaron, ya crecidos, repartiéndose las tierras y levantando ciudades. Silencio silenciado, sólo perceptible en su consistencia original en las regiones aún no invadidas. ¿Cómo hacer coincidir tal divergencia, por más espacio disponible que hubiera? Muy pocos de estos niños ya adultos comprometieron su alma y su razón en busca de una forma de convivir en paz. Uno de estos pocos, Mariano,  vio alevosamente malogrados sus sueños patriotas, un día, en altamar, rumbo a Londres. No lo habían dejado cumplirlos.
Muy a pesar suyo, el joven sintió fluir también la sangre de estos nuevos inmigrantes, de sus hijos y nietos, y de todos aquellos que peleaban entonces por armar un país. No era fácil soportarla: la sangre mezclada de todos ellos, con la de los que habían llegado antes y sentirla correr por sus propios vasos sanguíneos. Era densa esa sangre y estaba cargada  de desazón e impotencia.
Mariano tomó otro sorbo de la bombilla. Cuando  los ruidos ahora más intensos del tránsito urbano iban penetrando su sopor, aún no había salido de su estado de meditación. Logró visualizar, por ello, también las gigantescas olas de inmigrantes, mayormente europeas, que se volcaron, no mucho tiempo después, rítmicamente, sobre las orillas del Río de la Plata. Traían manos trabajadoras, piernas fuertes y vientres fecundos. Música bulliciosa también, risas sonoras y mucho, mucho aguante. El silencio infinito, aquel silencio inicial, quedó extinguido para siempre, casi totalmente.
Volviendo al presente, Mariano contempló, mate en mano,  la portada de su blog en la pantalla: a través de él había logrado, durante los últimos dos años, contactarse con al menos un representante de cada tribu y de cada comunidad inmigrante. No fue fácil. Pero con todos ellos había intercambiado mensajes durante mucho tiempo. Y entre todos habían acordado encontrarse. Debajo de las arcadas del Cabildo de Buenos Aires. A las 9 de la mañana. El 25 de Mayo de 2010.
No llevarían pancartas ni carteles. Eso estaba decidido. Sabían que verdaderas hordas de gentes las exhibirían para llamar la atención. No, no traerían ninguna identificación. No deseaban destacarse dentro de la multitud que colmaría la Plaza de Mayo. Sólo querían estar juntos ese día, en ese lugar. Se habían conocido de manera virtual y se conocerían ahora en persona, una centena de individuos, tal vez más, ya que algunos vendrían con sus padres e hijos. Habían hablado mucho, por el blog. Cada uno había relatado su época de silencio. Cada uno había aportado su visión de su llegada a estas tierras. Hoy - habían concordado - se reunirían allí, se abrazarían uno por uno, y formarían al final un abrazo circular, en el que sólo buscarían el anhelo del encuentro. En medio del estruendo de los bombos y del griterío multitudinario, ellos tratarían de recobrar el silencio perdido. Aquel silencio primario, del que tendría que nacer la esperanza del compartir, el único futuro posible para todos.
Mariano sabía que esta vez sus sueños no iban a sucumbir. Estarían enlazados con los de algunos otros y por más frágiles que fueran los hilos de la paz que se tejían en sus almas, él les enseñaría a fortalecerlos. Guadalupe estaría con él y él lo intentaría de nuevo.

 Mayo 2010




 


El tren a Corumbá

El tren a Corumbá
                                                 “Algún día en cualquier parte, en cualquier       
                                                   lugar, indefectiblemente te encontrarás a ti
                                                  mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más      
                                                  feliz o la más amarga de tus horas.”
                                                                                             Pablo Neruda
                                                     
                                                     
Llegamos a la estación de trenes de Santa Cruz un poco antes de la medianoche.  El edificio vetusto se perfilaba apenas iluminado y abrumadoramente silencioso. Un hombre obeso y sudoroso, que suponíamos era empleado del ferrocarril, nos indicó acompañarlo con un gesto casi militar. No nos preguntó en qué tren  saldríamos, ni nos pidió los boletos.
     Nuestros pasos retumbaban a lo largo de un andén cada vez más sombrío, hasta que el guarda prendió su linterna, cuyo foco era ahora la única tenue iluminación en aquella noche densa y calurosa.  La formación de vagones a nuestra izquierda nos parecía tan interminable como una cadena de infinitos eslabones a lo largo de la cual avanzábamos pesadamente. De repente el hombre se trepó trabajosamente por unos altos escalones de hierro a uno de los vagones y nos hizo seña de seguirlo. A los tropiezos subimos y entramos en el vagón, teniendo como única guía el círculo de luz de la linterna que se deslizaba pegado, pero escurridizo, al piso del pasillo, perdiendo por momentos su forma ovalada al encontrarse  con algún zapato o incluso,  algún pie descalzo. Por lo visto, ya había otros pasajeros ubicados en sus lugares, puesto que el vagón estaba totalmente a oscuras. Finalmente, el guarda iluminó un banco vacío y extendió su gruesa mano abierta, esperando la propina. Desapareció sin decir palabra, después de recibirla.
Ursula y yo nos acomodamos en el banco lo mejor que pudimos, pasando por encima de las piernas de los dos hombres que dormían despatarrados en los asientos enfrentados a los nuestros. Me llevó unos minutos habituarme a la oscuridad. En realidad seguía sin ver nada, excepto las ventanas recortadas  por la pálida luz de la única bombita encendida en el fondo de la estación desierta.

      Hacía mucho calor. Las dos estábamos agitadas por la caminata a tientas y cansadas del largo y pesado día que habíamos pasado visitando Santa Cruz. La partida del tren estaba anunciada para la medianoche. El estar a oscuras en aquel vagón provocó en mí un estado de alerta agudo. Ursula, por el contrario, se durmió enseguida, dejándome sola así, conmigo misma, en aquella densa negrura que me rodeaba, inquietante.

     Sí, había más pasajeros en el vagón. Muchos más, pensé yo. Se escuchaba la pesada respiración de unas cuantas personas durmiendo. Hombres, deduje, mayormente. Los ronquidos graves eran frecuentes y repentinos, como  coletazos de sueños no deseados. Vaya noche la que me esperaba, con tanta gente roncando.
Pero había más sonidos, que inicialmente no supe - ¿o no quise? - identificar: parecían ser jadeos... ¿Eran jadeos? ...  Sí, eran jadeos, sin lugar a duda y susurros. Quejidos ahogados y murmullos apagados.  Y gemidos entrecortados, que se deshacían en lamentos viscerales cargados de intimidad.
Cuando traté de formarme una idea de lo que estaba escuchando y me iba convenciendo de lo que al principio era sólo una  sospecha, que deseché incluso en los primeros momentos por inverosímil, por descabellada, no pude evitar que me apresara una sensación de ahogo, de pavor, diría, al punto de no poder exhalar el aire que había inspirado y retenido. ¿Podía ser posible lo que estaba imaginando? Con el correr de los minutos,  fui perdiendo de a una las capas de mi incredulidad y me fue ganando la certeza, una cruda certeza frente a mi torpe ingenuidad:  en aquella total oscuridad, se estaban llevando a cabo no uno, sino varios actos sexuales a la vez...  Parecía ser, que no eran pocos los hombres y mujeres que se entregaban a la lascivia en la pegajosa noche encerrada en aquel lúgubre vagón.

Comprendí súbitamente el comentario de la guía turística desaconsejando a los turistas extranjeros tomar aquel tren, el que transitaba desde Santa Cruz de la Sierra en Bolivia hasta Corumbá en Brasil, comentario que mi amiga alemana Ursula y yo habíamos desechado entre risas por considerarlo exagerado. ¿Qué podía sucedernos al tomar aquel tren, si ya habíamos viajado en todo tipo de colectivos destartalados en Bolivia, conducidos por choferes cuasi-suicidas por alucinantes caminos de cornisa, verdaderamente riesgosos muchos de ellos?
 Corría el año 1971 y nosotras, con nuestros escasos veinte años, nos sentíamos seguras frente a cualquier situación. Habíamos viajado mucho por América Latina. Este tramo en tren, entre Santa Cruz de la Sierra y Corumbá, desde donde seguiríamos en otro tren  por territorio brasileño, a través del Mato Grosso hasta Sao Paulo  para asistir unos días después al carnaval de Río, nos había tentado particularmente.   

      Mientras percibía cada vez con mayor claridad los inquietantes sonidos que laceraban la noche, me asaltó la imagen de la reacción de repudio que mi familia mostraría si se enterara de esta nueva situación embarazosa en la que me había metido. Invadida por una angustia incontrolable, no podía sino visualizar las miradas de admonitoria preocupación de mis padres. Me ahogaba la mortecina negrura del vagón de la misma manera en que solía sofocarme la impenetrable falta de luz, cuando mi madre, para castigarme, me encerraba de chica en el cuarto oscuro debajo de la escalera. ¿No aprenderás nunca, cabezadura, a portarte como debes? De lejos retumbaban en mi cabeza las crueles risotadas de mi hermano mayor, como carcajadas de patíbulo, recuerdos aciagos de una no tan lejana infancia, que aún me atormentaba por momentos. 
Otra vez había errado. Otra vez había roto alguna de las tantas y santas reglas de mi rígida familia, en la que todo tenía su inevitable y abominable orden .

     Yo había querido huir siempre de aquel agobiante ambiente, y apenas terminé mis estudios secundarios, mi suerte quiso que vislumbrara una vía de escape. Gracias a los idiomas que me habían enseñado en los diversos institutos privados y colegios extranjeros, conseguí largarme a Europa y encontré trabajo en París. Fue allí, en una Europa aún conmovida por la Revolución Estudiantil de Mayo del ’68, donde me enfrenté, con shockeante crudeza,  con que existía otra Argentina, otra Latinoamérica que yo desconocía por completo. Y a esto se debió finalmente el regreso a mi país, a mi continente, al cabo de dos años de estadía en Francia. Un período que, sin piedad,  me había abierto los ojos mucho más allá de lo equívoco y artificial, que yo juzgaba por mi misma la alienante realidad de mi familia. Quería volver a la Argentina para conocerla y descubrir al continente que la albergaba y a la gente que lo habitaba en condiciones tan distintas a las que yo conocía.

     “Recorramos un tiempo algunos países latinoamericanos” - le sugerí a Ursula, que más que conocer nuevas realidades sociales, simplemente amaba viajar y se prendió ávida al proyecto. Y así nos habíamos largado, con sendas mochilas al hombro y poca plata, recorriendo paisajes alucinantes y pueblos de figuras recortadas inclinadas sobre respaldos de sillas endebles, con ojos curiosos de párpados pesados que seguían nuestros pasos y se adherían a nuestros brazos y piernas mientras nos alejábamos.  Viajábamos en bus y en tren, andábamos a pie  y dormíamos en villas de emergencia, en las que trabajaban compañeros que buscaban concretar su ilusionado sueño del hombre nuevo. Claro que mi familia desaprobaba por completo mis planes de viajar de esta manera, prediciendo toda clase de desastres inevitables y circunstancias calamitosas que seguramente me llevarían a la perdición ...

        Y aquí estaba yo, en una de aquellas situaciones pronosticadas. Ursula dormía y yo, apoyada en el marco de la ventana rota, tratando de serenarme y aceptar el insólito momento, aquella trampa que me obligaba a participar involuntariamente como oyente de esta suerte de orgía, de la que no lograba despegarme. La sangre me hervía, el corazón me latía alocado, la vergüenza ajena me quemaba la piel.

      De repente, arrancó el tren. Después de varias sacudidas iniciales, empezó a desplazarse muy lentamente y a salir de la estación. El traqueteo de los vagones al pasar por encima de las uniones de las vías, amortiguaba apenas los ruidos internos de nuestro vagón. Sin embargo, ese partir alivió un poco la sensación de pánico que me había congelado durante un largo rato, a pesar del extremo calor de la noche tropical. Yo no era mojigata en aquel entonces pero la certeza de estar presenciando varios actos sexuales aun sin verlos, alteraba completamente lo que yo había concebido como imaginable en mi vida. Era algo que superaba la más audaz de mis fantasías.

      En algún momento,  me venció el cansancio. Mecida por el vaivén del andar del tren, dormité de a ratos, una y otra vez sacudida por gritos ahogados provenientes ya no sabía si de la lujuria de los demás o de mis propias pesadillas. Sólo me tranquilicé y me dormí profundamente cuando comenzó a clarear y los ruidos del vagón cesaron por completo. 

     Me despertaron la luz del sol ya alto y Ursula que me llamaba insistentemente. Los demás pasajeros parecían estar durmiendo pacíficamente. Decidí no hacerle ningún comentario a Ursula sobre mis vivencias de la noche anterior. Sospechaba que no me creería.  Después de devorar los sandwiches que nos habían quedado del día anterior, me puse a observar más detalladamente el pasaje que compartía conmigo el desvencijado vagón. Algunos de aquellos compañeros de ruta, o de riel – digamos -, se estaban despertando y desperezando gozosamente. La mayoría eran varones jóvenes, de cuerpos armoniosos y según me pareció,  más bien afeminados. Había muy pocas mujeres, dos o tres, que por la escasa vestimenta que lucían y la forma provocadora con que miraban a los muchachos y les hablaban, no dejaban duda acerca de la profesión que ejercían. Empecé a atar cabos y a reconocer el probable origen de los sonidos percibidos durante la noche: estas chicas viajaban, deduje, ejerciendo su profesión. Tal vez algunos de los muchachos, también. Me pareció comprender entonces que el hecho de que los vagones carecieran de iluminación de noche, no era mera casualidad.

     Una febril actividad se apoderó del grupo de jóvenes ni bien todos estuvieron despiertos. De los termos extraídos de bolsos multicolores brotaban chorros de café o agua caliente para mate. Entre risas y comentarios comenzaron a acicalarse:  munidos de espejitos y diversos elementos de maquillaje, se depilaban las cejas, se delineaban los ojos, se coloreaban las mejillas y los párpados  y  se pintaban los labios, apretándolos y moviéndolos con fruición y pasándoles las lenguas para lograr un brillo más voluptuoso. Con peines y cepillos o con sus mismas manos finas y cubiertas de brillitos y geles, se acomodaban o desacomodaban el peinado una y otra vez.  Algunos de ellos incluso, se probaban coloridas pelucas y finalmente vistosos disfraces, que consistían mayormente en ajustados slips o diminutas calzas en tonos vivos. Esta actividad de embellecerse y vestirse que  se desarrolló durante todo el día, era sólo interrumpida por momentos, cuando al son del bongó de uno de ellos, se movían y bailaban desenfrenados en los pasillos, exhibiendo sus formas voluptuosas y acariciándose sus cuerpos aceitados.
Ursula y yo llegamos a la conclusión, que eran – todos ellos – integrantes de un grupo de bailarines, que se presentaría en el desfile del carnaval de Río y que, de hecho, estaban ensayando su actuación. No dejaban dudas acerca de que la mayoría de ellos eran gays y que se preciaban de serlo. Por momentos, el ritmo feroz del bongó parecía agitar mis propias piernas.

      A pesar de la actividad desplegada por estos jóvenes y del ritmo estimulante del bongó, el viaje en sí transcurrió en una peculiar languidez. El tren se desplazaba casi siempre muy lentamente, a punto tal que por momentos nos bajábamos de él y caminábamos a su lado. Si bien hacía mucho calor, resultaba más agradable caminar algunos trechos que estar sentadas, hacinadas, en los incómodos asientos del vagón. A mediodía, el tren paró por completo en medio del paisaje. Se acercaron hombres y mujeres de aspecto muy pobre con niños harapientos que vendían humita en chala y bebidas rosadas y verdosas que, según  ellos,  eran jugos de fruta. Aunque desconfiamos al principio de los alimentos ofrecidos, los probamos y resultaron sorprendentemente sabrosos. Después, lentamente el tren volvió a ponerse en marcha y nos trepamos a él. Viajamos un largo trecho en el descanso del vagón, sentadas en los escalones antiguos de hierro forjado, balanceándose nuestras piernas, disfrutando de una lánguida siesta,  signada por la despreocupación y la intemporalidad. El paisaje discurría frente a nuestros ojos en interminables pajonales durante la tarde y a la hora del atardecer, interrumpido por gigantescas aunque todavía escasas palmeras, que anticipaban las selvas tropicales del Brasil.

     Pero aún faltaba una noche entera y medio día más para llegar a Corumbá. Con el avenir de la oscuridad se reanudaron las actividades nocturnas y fueron surgiendo, abrumadores, los sonidos inquietantes de la víspera. Pasé otra noche en vela hasta el amanecer, demasiado consciente de que, circunstancialmente, era parte de un mundo que difícilmente volvería a integrar en otro momento de mi vida. Me apabullaba el desenfado con que tanta gente era capaz de vivir su intimidad en público y no podía  sino contrastarla con la extrema rigidez con que la mayoría de nosotros, cristiano-occidentales, porteños  y supuestamente cultos, la vivíamos ... o la sufríamos. 

     A las doce del día siguiente, el tren entró en la estación de Corumbá, donde todos abordamos el que hacía conexión a Sao Paulo. Viajamos con el mismo grupo de jóvenes exaltados, pero ya sin veladas de lascivia porque los vagones del tren brasileño circulaban iluminados de noche. De día, mientras el tren se abría paso por la densa jungla, como un yaguareté nadando trabajosamente a través de los juncos tupidos de un pantano,  me di cuenta de que era ella – la jungla – la protagonista ahora, la que imponía su sensualidad y humedad a todos. En medio de ella, los jóvenes seguían probando sus vistosos trajes y ensayando sus voluptuosos pasos de baile grupal, mientras la batucada provocaba ecos en la espesa selva y en mi acelerado pecho.
Finalmente nos despedimos de todos en la Estación Central de Sao Paulo,  desde donde Ursula y yo partimos solas rumbo a Río de Janeiro.

     Al día siguiente, ya instaladas en el hotel, duchadas después de varios días sin aseo y  bien dormidas después de tantas noches cargadas de insomnio y locas fantasías, nos metimos de lleno en el tan esperado atardecer carioca, en el que comenzaban a retumbar los tambores del carnaval. Los escuchamos de lejos,  bajando de los morros como una lenta y densa avalancha, cada vez más intensos y envolventes al volcarse espesos por  las calles de Río, irresistibles y embriagadores, hasta que su implacable ritmo inundó sin piedad y sin límites la ciudad entera. 

      Presenciamos maravilladas el desfile de las escolas do samba, interminables horas de goce infinito, con el ritmo ensordecedor de la batucada agitándonos incesantemente, en medio del calor pesado aunque vivificante, de la noche brasileña ... yo, con un hormigueo insoportable en la piel, con el corazón acelerado hasta sofocarme,  entregándome con todos mis sentidos al espectáculo carnavalesco, hasta que, por fin,  ... ¡Dios mío! ... por fin, me sumé extasiada a los bailes callejeros, moviéndome sin parar, desenfrenadamente,  con mi cuerpo aceitado y reluciente, con mi cabellera rubia coronada de plumas multicolores, con mis tacos de diez centímetros de altura, mi maquillaje perfecto, ostentando mis pechos provocadores, sostenidos por el armazón salpicado de brillantes lentejuelas, y mis caderas contorneándose, apenas cubiertas por la tanga dorada, diminuta, que me había probado una y mil veces en los pasillos del tren a Corumbá.

                                                                                            

DOBLE FALTA

DOBLE FALTA

     Nunca, nunca se le había cruzado por la mente suicidarse. Si alguna vez le hubieran preguntado: “¿Vos serías capaz de suicidarte?” , se habría reído, lo habría encontrado ridículo, totalmente fuera de cuestión. Nada estaba más lejos de él ...

     Sin embargo,  la noticia, que había escuchado en la radio en la madrugada, no dejó lugar a  ninguna duda. No cabía otro término que ese: un suicidio.
¿Cómo había podido llegar a eso?  Todavía sentía el sudor frío de su remera de fibra sintética pegada a su cuerpo y las piernas flojas, como si no las tuviera. ¿Estaría desmayado? ¿Ya estaría muerto? ¿Estaría en coma? Las imágenes que pasaban por su mente confundida parecían distorsionarse, alargarse, volver a achicarse, pegotearse con otras, como bolas de pensamientos,  negras y pesadas, frías, pero blandas, que se le adherían a la cabeza, a la nuca, a la espalda. ¿Sería esto la muerte?  No sabía dónde estaba, ni cómo estaba. Cubierto de negrura pegoteada, eso sí, y ahogado, eso también. Los recuerdos lejanos se le mezclaban con los hechos de ayer. No podía diferenciarlos.

     - “Vení a tomar la leche, Santiago,” escuchaba llamarlo a su madre desde la cocina. Obediente, dejó sus crayones, y se sentó a la mesa de la cocina. Su madre le sirvió un jarro de leche y una tostada enmantecada,  sonriéndole. Amaba la sonrisa de su madre, que lo envolvía como una manta mullida. Su padre, en cambio, ni siquiera bajó el diario para mirarlo. Nunca lo hacía. Seguramente estaría leyendo la Sección Deportes y las noticias recientes del tenis mundial, como lo hacía todas las mañanas. Lo único que le interesaba.  “Este Nalbandián parece que promete” , murmuró y siguió hojeando el diario.
     - “No existo para él”, pensó Santiago, resignado. Terminó su leche y volvió a su cuarto, a su bloc de dibujo y a sus crayones, los que le había regalado su madre cuando cumplió ocho años, hacía unas semanas atrás.  Le encantaba deslizar los crayones sobre el papel. Recortar imágenes de las revistas. Pegarlas sobre lo dibujado. Remarcar todo con tinta china o algún manchón de témpera. Dejar caer sobre la pintura fresca una lluvia de papel picado, o plumerillos recogidos en el zanjón de la calle. ¡Qué mundo de colores y texturas! Tenía la sensación de zambullirse en él  igual que en el calor de la sonrisa de su madre.
- “¡Largá tus garabatos, pibe, y andá a comprarme cigarrillos al quiosco!”  bramó la voz de su padre. Con una mirada dolida sobre su creación, se apartó de ella y volvió a la cocina. Su padre le dio unas monedas y él salió corriendo. El quiosco quedaba a media cuadra de su casa. La mañana estaba soleada y le gustó sentir el calorcito sobre sus piernas desnudas. Era flaco y más bien pequeño para su edad. Pero corría bien. Sentía las piernas fuertes y ágiles. Picó para el quiosco, compró los puchos,  volvió de una corrida y se topó con su tío Eduardo en la puerta de su casa.
- “Hola, Santiaguito, por qué tanto apuro, eh, flaquito?”
- “Le traje puchos a papá, tío.”  Se abrazaron los dos y entraron a la cocina.
- “¿Vamos, Pocho?” pregunto el tío, después de saludar.
- “Esperá, que termino de leer este comentario, Eduardo. ¿Viste que este chico Nalbandían promete?”
- “Sí, lo vi, pero hay muchos chicos jóvenes, que también prometen,” acotó el tío Eduardo.
- “¿Puedo ir con ustedes, papá?” Se atrevió a preguntar Santiago.
- “¿Vos? ¿Al club? ¿Para qué?” le replicó el padre, hosco, con el ceño fruncido.
Lo miró como siempre, la decepción grabada en sus ojos, despreciando la baja estatura y el  cuerpo delgado de su hijo. Santiago enrojeció y se retorció con un espasmo ante esa mirada.
- “Dejalo que venga, Pocho. El día está lindo. No te va a molestar,”  intercedió el tío Eduardo. El padre, sin asentir, se dio vuelta y salió de la casa, pero Eduardo le hizo seña para que los siguiera. Santiaguito fue corriendo a su cuarto a buscar sus crayones, se despidió de su mamá, y subió de un salto a la caja de la camioneta del tío.

     Y así fueron al club. Santiago ya había ido otras veces, no muchas. Le gustaba ver cómo su padre y su tío les ensañaban a jugar al tenis a los chicos del barrio. Él, generalmente, se quedaba en un banco y dibujaba. Su padre no había hecho nunca la menor insinuación de enseñarle a jugar. Y el tío, para no contrariar a su hermano, no decía nada tampoco. Pero hoy, después de haberlo visto correr a su sobrino desde el quiosco hasta la casa, hizo de tripas corazón y lo llamó.
- “Agarrá esta raqueta, Tago, y parate del otro lado de la red.”
- “¿Yo, tío?”
- “Sí, vos, Taguito. Dale, que quiero enseñarte aunque sea cómo agarrar la raqueta.”
Santiago, con el corazón galopante, se paró donde le indicó su tío. Vino la primera pelota, y le pegó. No le pegó fuerte, pero le pegó y cruzó la red.
“Bien, Taguito. Ahí va otra”. Y así fue otra, y otra, y otra, e increíblemente, las cruzaba todas.
- “Bueno, Tago, ahora parate más atrás, cerca de la línea de fondo y devolvé las que te tiro. Te tiro una de drive y una de revés. Poné atención y mirá la pelota.”
Y así fue. Vino una pelota, después otra, después otra, y Santiago las iba devolviendo, no muy fuerte, pero las cruzaba y las ubicaba.
- “Che, Pocho, mirá esto!” le gritó el tío a su hermano. Y el padre se quedó mirando con una mueca de incredulidad, cómo Santiago devolvía las pelotas.
Fue la primera vez que Santiago sintió, que el padre lo miraba con una cierta curiosidad, como viéndolo por primera vez, como a un bicho raro. En toda su vida no lo había mirado. El niño se puso rojo y tenso y sintió un cosquilleo en la espalda y ahora, el corazón le palpitó con algo así como una pizca de sorpresa y esperanza.

     De regreso en casa, durante el almuerzo, Santiago le comentó a su madre, que había jugado al tenis.
- “Y bastante bien”, agregó el tío.
- “No estuvo mal....” masculló el padre.
Santiago le sonrió a su madre y ella lo vio feliz.
Ese fue el comienzo de su carrera tenística. A partir de ese día, iba al club con el padre y el tío todas las semanas, y cuando empezó a jugar mejor, el tío lo llevaba varias veces por semana. También el padre empezó a llevarlo más seguido y a entrenarlo varias horas por vez. A pesar de su cuerpo frágil y su baja estatura, jugaba bien. Era muy ágil y ligero y no le costaba desplazarse de un lado de la cancha hacia otro. Y aprendía rápido. En pocos meses logró un avance tan grande, que el tío decidió inscribirlo en un torneo infantil. Salió tercero y su padre lo abrazó. Por primera vez en su vida. Lo abrazó y lo levantó. Y lo apretó tan fuerte con sus brazos musculosos como una boa gigante.
 Y Santiago era feliz. Su madre lo envolvió suavemente con sus brazos blandos y lo felicitó. A Santiago le pareció que era como una historia con un final feliz.
     Santiago creció y maduró. Mejoró su juego cada vez más. Dejó de dibujar, porque ya no tenía tiempo para ello y ya no tenía la tranquilidad tampoco. Debía entrenarse todos los días muchas horas, correr, hacer pesas, ir al gimnasio. A pesar de haber crecido y haberse desarrollado su cuerpo con tanto ejercicio, seguía delgado y bajo de estatura. Esa era su única desventaja en el juego. Al ser bajo, sus saques no eran potentes. Su padre, que apreciaba su habilidad para jugar, fruncía el ceño, cuando lo veía sacar. En el afán de sacar más fuerte, muchas veces la pelota quedaba en la red.
- “¡Doble falta!”, le gritaba su padre. “¡Otra vez, doble falta, Santiago! Concentrate! No seas tonto, Santiago!
Y Santiago seguía probando, ahora incansablemente, pero le costaba. El ceño fruncido de su padre lo asustaba y le recordaba otras épocas. Sin embargo, mejoró y a los dieciséis años jugó sus primeros torneos juveniles. Ganó varios de ellos. A los dieciocho empezó su carrera de tenista profesional. Ya no cabían dudas de que ese era  su futuro.

     Su padre lo miraba ahora de frente y con la mirada franca, comentándole a su hermano:  “Mi hijo Santiago promete realmente. Quién lo hubiera dicho, ¿no?”
Sólo cuando aparecían las dobles faltas, cambiaba su semblante y lo volvía a mirar con desconfianza. En uno de los torneos importantes, Santiago cometió seis doble faltas. Sin embargo ganó el torneo y la copa y una buena suma de dinero, la más alta que había recibido hasta ahora. Así y todo su padre lo apartó y, casi delante de los reporteros gráficos, le recriminó:
- “¡Seis doble faltas, imbécil! ¡Más de cuatro o cinco doble faltas en un torneo es suicidio, estúpido!” Santiago miró para un costado, sonrojándose, sintiendo una fuerte presión en la boca del estómago.
Pero siguió jugando. Y siguió venciendo un rival tras otro. Se colocó en el puesto número 9 del ranking mundial de la ATP y jugaba en todos los torneos del Grand Slam. Era reconocido como un gran tenista en todo el mundo, pero frente a su padre, seguía sintiéndose inseguro e inquieto. No tanto como antes, pero a veces, más que antes.

     En el 2004 conoció a Norita. Fue en el avión, que lo llevaba a Francia para jugar el Torneo de Roland Garros. Se enamoraron y se juntaron casi enseguida. Norita le daba paz y alegría, y una cierta tranquilidad dentro del terrible estrés, que le provocaba el competir todo el tiempo. Con el furor del amor llegó a la final de Roland Garros y pocos meses después, al altar con Norita. Todo era perfecto. Por fin, todo era perfecto. Su padre lo miraba, por lo menos lo miraba casi siempre. Su tío lo quería y apoyaba incondicionalmente y su madre ...su madre ...su madre ...estaba ahí ... siempre.

     Todo era perfecto. Sí, todo era perfecto, ¿no es cierto? Porque los frecuentes desvelos durante la noche, en fin, eran normales para alguien que competía tanto, ¿no? Y la angustia que lo invadía cada vez que jugaba en presencia de su padre, era comprensible, ¿no es cierto? Al fin y al cabo, a veces cometía doble faltas, y él sabía que su padre lo despreciaba entonces.
 - “¡Hacer más de cuatro o cinco doble faltas en un partido, es suicidio, imbécil!”, resonaba la voz del padre en su cabeza.  Pero todo el mundo cometía doble faltas, ¿no es cierto? Después de todo, nadie era perfecto, ¿no? Y que se sobresaltara de noche, con pesadillas, y sudores profusos, era entendible, ¿no? A todos les pasaba eso. A todos los que descollaban en algo. Si el mismo Schuhmacher se lo había comentado, de cómo temblaba a veces de noche, antes de una carrera. ¿Por qué no iba él a temblar y sobresaltarse y tener pesadillas? 

     Por suerte la tenía a Norita. Ella le ayudaba. Lo tranquilizaba. Lo distraía, a veces. Iban al cine, a veces. O al parque. Pero la mayor parte del tiempo, él seguía entrenándose. Todos los días ... Todos los días ...Todos los días ... Jugaba torneos, viajaba, más torneos, ganaba. A veces perdía alguno, pero generalmente, ganaba. Así pasó un año y volvieron juntos a Francia. Le tocaba de nuevo el Abierto en Paris. Más triunfos. Primera ronda, ganada. Sueño sobresaltado. Segunda ronda, ganada. Pesadillas. Tercera ronda, ganada, pero siete doble faltas. Insomnio, pastillas.
- “¿Qué te pasa, Santi? ¡Estás todo traspirado!”
- “No puedo dormir, Norita”.
- “Pero si estás jugando bárbaro, Santi. Vas a volver a ganar, vas a ver.”
- “No sé, Norita. Este peso en el pecho no me deja respirar”.
- “Bueno, vayamos a pasear entonces. Necesitás distenderte un poco. Vayamos al Louvre a mirar los cuadros. Siempre quise ir a ese museo. Te va a hacer bien distraerte un poco.”
Tomaron un taxi y entraron al museo. Delante de los cuadros de Degas, Santiago sintió el primer golpe. No supo, no pudo identificar de dónde vino. Pero era un golpe fuerte y seco. No podía moverse. Sintió que la garganta se le apretaba, que otra vez traspiraba. No pudo, no quiso moverse por un largo rato. Después Norita lo tomó de la mano y lo guió recorriendo las salas,  lentamente. Santiago sólo veía los colores, un mar de colores. Papeles picados que caían como lluvia sobre pintura fresca. Imágenes recortadas pegadas en cualquier lugar. Crayones, olor a crayones, textura de crayones, pasta de crayones impregnada en sus manos sudorosas.
Norita lo sacó de ahí. Lo llevó al hotel, a descansar, a bañarse, a refrescarse, a cambiarse, para ir al club, donde iba a jugar la cuarta ronda.

     Después de eso, Santiago  no recordaba más nada. En la madrugada  escuchó todo por la radio. “¡Veintitrés doble faltas!”, repetía el reportero, “Santiago Torres ha cometido veintitrés doble faltas, y cayó lastimosamente ante su rival! ¡Una derrota apabullante, señores!¡Un suicidio! ¡Veintitrés doble faltas! ¡Un verdadero suicidio!”
Otra vez, unos brazos fuertes, aunque suaves, lo envolvían, lo sostenían, mientras los temblores lo sacudían y los jadeos parecían ahogarlo del todo...
- “¡Santi, amor mío, tranquilizate, Santi, mi amor!”
- “¡Me suicidé, Norita, me suicidé! ¡No pude embocar los saques! Cada vez que sacaba, sólo veía colores y dibujos. Me parecía que el mango de la raqueta era un crayón gordo. No podía embocarle al cuadro de saque. No lo veía. Estaba lleno de colores y papeles picados que caían como lluvia sobre pintura fresca. ¡No veía la cancha! Me suicidé, Norita! En la radio lo están diciendo. Ya no podré hacerle frente a mi padre, ya no podré volver a jugar!”
- “No, mi amor, tranquilo... tranquilo... no te suicidaste. Al contrario, mi amor, volviste a nacer, gracias a Dios, volviste a nacer.”
Y lo besó con ternura.

                                                         Seudónimo: Eowyn Kynesha