jueves, 24 de marzo de 2011

DOBLE FALTA

DOBLE FALTA

     Nunca, nunca se le había cruzado por la mente suicidarse. Si alguna vez le hubieran preguntado: “¿Vos serías capaz de suicidarte?” , se habría reído, lo habría encontrado ridículo, totalmente fuera de cuestión. Nada estaba más lejos de él ...

     Sin embargo,  la noticia, que había escuchado en la radio en la madrugada, no dejó lugar a  ninguna duda. No cabía otro término que ese: un suicidio.
¿Cómo había podido llegar a eso?  Todavía sentía el sudor frío de su remera de fibra sintética pegada a su cuerpo y las piernas flojas, como si no las tuviera. ¿Estaría desmayado? ¿Ya estaría muerto? ¿Estaría en coma? Las imágenes que pasaban por su mente confundida parecían distorsionarse, alargarse, volver a achicarse, pegotearse con otras, como bolas de pensamientos,  negras y pesadas, frías, pero blandas, que se le adherían a la cabeza, a la nuca, a la espalda. ¿Sería esto la muerte?  No sabía dónde estaba, ni cómo estaba. Cubierto de negrura pegoteada, eso sí, y ahogado, eso también. Los recuerdos lejanos se le mezclaban con los hechos de ayer. No podía diferenciarlos.

     - “Vení a tomar la leche, Santiago,” escuchaba llamarlo a su madre desde la cocina. Obediente, dejó sus crayones, y se sentó a la mesa de la cocina. Su madre le sirvió un jarro de leche y una tostada enmantecada,  sonriéndole. Amaba la sonrisa de su madre, que lo envolvía como una manta mullida. Su padre, en cambio, ni siquiera bajó el diario para mirarlo. Nunca lo hacía. Seguramente estaría leyendo la Sección Deportes y las noticias recientes del tenis mundial, como lo hacía todas las mañanas. Lo único que le interesaba.  “Este Nalbandián parece que promete” , murmuró y siguió hojeando el diario.
     - “No existo para él”, pensó Santiago, resignado. Terminó su leche y volvió a su cuarto, a su bloc de dibujo y a sus crayones, los que le había regalado su madre cuando cumplió ocho años, hacía unas semanas atrás.  Le encantaba deslizar los crayones sobre el papel. Recortar imágenes de las revistas. Pegarlas sobre lo dibujado. Remarcar todo con tinta china o algún manchón de témpera. Dejar caer sobre la pintura fresca una lluvia de papel picado, o plumerillos recogidos en el zanjón de la calle. ¡Qué mundo de colores y texturas! Tenía la sensación de zambullirse en él  igual que en el calor de la sonrisa de su madre.
- “¡Largá tus garabatos, pibe, y andá a comprarme cigarrillos al quiosco!”  bramó la voz de su padre. Con una mirada dolida sobre su creación, se apartó de ella y volvió a la cocina. Su padre le dio unas monedas y él salió corriendo. El quiosco quedaba a media cuadra de su casa. La mañana estaba soleada y le gustó sentir el calorcito sobre sus piernas desnudas. Era flaco y más bien pequeño para su edad. Pero corría bien. Sentía las piernas fuertes y ágiles. Picó para el quiosco, compró los puchos,  volvió de una corrida y se topó con su tío Eduardo en la puerta de su casa.
- “Hola, Santiaguito, por qué tanto apuro, eh, flaquito?”
- “Le traje puchos a papá, tío.”  Se abrazaron los dos y entraron a la cocina.
- “¿Vamos, Pocho?” pregunto el tío, después de saludar.
- “Esperá, que termino de leer este comentario, Eduardo. ¿Viste que este chico Nalbandían promete?”
- “Sí, lo vi, pero hay muchos chicos jóvenes, que también prometen,” acotó el tío Eduardo.
- “¿Puedo ir con ustedes, papá?” Se atrevió a preguntar Santiago.
- “¿Vos? ¿Al club? ¿Para qué?” le replicó el padre, hosco, con el ceño fruncido.
Lo miró como siempre, la decepción grabada en sus ojos, despreciando la baja estatura y el  cuerpo delgado de su hijo. Santiago enrojeció y se retorció con un espasmo ante esa mirada.
- “Dejalo que venga, Pocho. El día está lindo. No te va a molestar,”  intercedió el tío Eduardo. El padre, sin asentir, se dio vuelta y salió de la casa, pero Eduardo le hizo seña para que los siguiera. Santiaguito fue corriendo a su cuarto a buscar sus crayones, se despidió de su mamá, y subió de un salto a la caja de la camioneta del tío.

     Y así fueron al club. Santiago ya había ido otras veces, no muchas. Le gustaba ver cómo su padre y su tío les ensañaban a jugar al tenis a los chicos del barrio. Él, generalmente, se quedaba en un banco y dibujaba. Su padre no había hecho nunca la menor insinuación de enseñarle a jugar. Y el tío, para no contrariar a su hermano, no decía nada tampoco. Pero hoy, después de haberlo visto correr a su sobrino desde el quiosco hasta la casa, hizo de tripas corazón y lo llamó.
- “Agarrá esta raqueta, Tago, y parate del otro lado de la red.”
- “¿Yo, tío?”
- “Sí, vos, Taguito. Dale, que quiero enseñarte aunque sea cómo agarrar la raqueta.”
Santiago, con el corazón galopante, se paró donde le indicó su tío. Vino la primera pelota, y le pegó. No le pegó fuerte, pero le pegó y cruzó la red.
“Bien, Taguito. Ahí va otra”. Y así fue otra, y otra, y otra, e increíblemente, las cruzaba todas.
- “Bueno, Tago, ahora parate más atrás, cerca de la línea de fondo y devolvé las que te tiro. Te tiro una de drive y una de revés. Poné atención y mirá la pelota.”
Y así fue. Vino una pelota, después otra, después otra, y Santiago las iba devolviendo, no muy fuerte, pero las cruzaba y las ubicaba.
- “Che, Pocho, mirá esto!” le gritó el tío a su hermano. Y el padre se quedó mirando con una mueca de incredulidad, cómo Santiago devolvía las pelotas.
Fue la primera vez que Santiago sintió, que el padre lo miraba con una cierta curiosidad, como viéndolo por primera vez, como a un bicho raro. En toda su vida no lo había mirado. El niño se puso rojo y tenso y sintió un cosquilleo en la espalda y ahora, el corazón le palpitó con algo así como una pizca de sorpresa y esperanza.

     De regreso en casa, durante el almuerzo, Santiago le comentó a su madre, que había jugado al tenis.
- “Y bastante bien”, agregó el tío.
- “No estuvo mal....” masculló el padre.
Santiago le sonrió a su madre y ella lo vio feliz.
Ese fue el comienzo de su carrera tenística. A partir de ese día, iba al club con el padre y el tío todas las semanas, y cuando empezó a jugar mejor, el tío lo llevaba varias veces por semana. También el padre empezó a llevarlo más seguido y a entrenarlo varias horas por vez. A pesar de su cuerpo frágil y su baja estatura, jugaba bien. Era muy ágil y ligero y no le costaba desplazarse de un lado de la cancha hacia otro. Y aprendía rápido. En pocos meses logró un avance tan grande, que el tío decidió inscribirlo en un torneo infantil. Salió tercero y su padre lo abrazó. Por primera vez en su vida. Lo abrazó y lo levantó. Y lo apretó tan fuerte con sus brazos musculosos como una boa gigante.
 Y Santiago era feliz. Su madre lo envolvió suavemente con sus brazos blandos y lo felicitó. A Santiago le pareció que era como una historia con un final feliz.
     Santiago creció y maduró. Mejoró su juego cada vez más. Dejó de dibujar, porque ya no tenía tiempo para ello y ya no tenía la tranquilidad tampoco. Debía entrenarse todos los días muchas horas, correr, hacer pesas, ir al gimnasio. A pesar de haber crecido y haberse desarrollado su cuerpo con tanto ejercicio, seguía delgado y bajo de estatura. Esa era su única desventaja en el juego. Al ser bajo, sus saques no eran potentes. Su padre, que apreciaba su habilidad para jugar, fruncía el ceño, cuando lo veía sacar. En el afán de sacar más fuerte, muchas veces la pelota quedaba en la red.
- “¡Doble falta!”, le gritaba su padre. “¡Otra vez, doble falta, Santiago! Concentrate! No seas tonto, Santiago!
Y Santiago seguía probando, ahora incansablemente, pero le costaba. El ceño fruncido de su padre lo asustaba y le recordaba otras épocas. Sin embargo, mejoró y a los dieciséis años jugó sus primeros torneos juveniles. Ganó varios de ellos. A los dieciocho empezó su carrera de tenista profesional. Ya no cabían dudas de que ese era  su futuro.

     Su padre lo miraba ahora de frente y con la mirada franca, comentándole a su hermano:  “Mi hijo Santiago promete realmente. Quién lo hubiera dicho, ¿no?”
Sólo cuando aparecían las dobles faltas, cambiaba su semblante y lo volvía a mirar con desconfianza. En uno de los torneos importantes, Santiago cometió seis doble faltas. Sin embargo ganó el torneo y la copa y una buena suma de dinero, la más alta que había recibido hasta ahora. Así y todo su padre lo apartó y, casi delante de los reporteros gráficos, le recriminó:
- “¡Seis doble faltas, imbécil! ¡Más de cuatro o cinco doble faltas en un torneo es suicidio, estúpido!” Santiago miró para un costado, sonrojándose, sintiendo una fuerte presión en la boca del estómago.
Pero siguió jugando. Y siguió venciendo un rival tras otro. Se colocó en el puesto número 9 del ranking mundial de la ATP y jugaba en todos los torneos del Grand Slam. Era reconocido como un gran tenista en todo el mundo, pero frente a su padre, seguía sintiéndose inseguro e inquieto. No tanto como antes, pero a veces, más que antes.

     En el 2004 conoció a Norita. Fue en el avión, que lo llevaba a Francia para jugar el Torneo de Roland Garros. Se enamoraron y se juntaron casi enseguida. Norita le daba paz y alegría, y una cierta tranquilidad dentro del terrible estrés, que le provocaba el competir todo el tiempo. Con el furor del amor llegó a la final de Roland Garros y pocos meses después, al altar con Norita. Todo era perfecto. Por fin, todo era perfecto. Su padre lo miraba, por lo menos lo miraba casi siempre. Su tío lo quería y apoyaba incondicionalmente y su madre ...su madre ...su madre ...estaba ahí ... siempre.

     Todo era perfecto. Sí, todo era perfecto, ¿no es cierto? Porque los frecuentes desvelos durante la noche, en fin, eran normales para alguien que competía tanto, ¿no? Y la angustia que lo invadía cada vez que jugaba en presencia de su padre, era comprensible, ¿no es cierto? Al fin y al cabo, a veces cometía doble faltas, y él sabía que su padre lo despreciaba entonces.
 - “¡Hacer más de cuatro o cinco doble faltas en un partido, es suicidio, imbécil!”, resonaba la voz del padre en su cabeza.  Pero todo el mundo cometía doble faltas, ¿no es cierto? Después de todo, nadie era perfecto, ¿no? Y que se sobresaltara de noche, con pesadillas, y sudores profusos, era entendible, ¿no? A todos les pasaba eso. A todos los que descollaban en algo. Si el mismo Schuhmacher se lo había comentado, de cómo temblaba a veces de noche, antes de una carrera. ¿Por qué no iba él a temblar y sobresaltarse y tener pesadillas? 

     Por suerte la tenía a Norita. Ella le ayudaba. Lo tranquilizaba. Lo distraía, a veces. Iban al cine, a veces. O al parque. Pero la mayor parte del tiempo, él seguía entrenándose. Todos los días ... Todos los días ...Todos los días ... Jugaba torneos, viajaba, más torneos, ganaba. A veces perdía alguno, pero generalmente, ganaba. Así pasó un año y volvieron juntos a Francia. Le tocaba de nuevo el Abierto en Paris. Más triunfos. Primera ronda, ganada. Sueño sobresaltado. Segunda ronda, ganada. Pesadillas. Tercera ronda, ganada, pero siete doble faltas. Insomnio, pastillas.
- “¿Qué te pasa, Santi? ¡Estás todo traspirado!”
- “No puedo dormir, Norita”.
- “Pero si estás jugando bárbaro, Santi. Vas a volver a ganar, vas a ver.”
- “No sé, Norita. Este peso en el pecho no me deja respirar”.
- “Bueno, vayamos a pasear entonces. Necesitás distenderte un poco. Vayamos al Louvre a mirar los cuadros. Siempre quise ir a ese museo. Te va a hacer bien distraerte un poco.”
Tomaron un taxi y entraron al museo. Delante de los cuadros de Degas, Santiago sintió el primer golpe. No supo, no pudo identificar de dónde vino. Pero era un golpe fuerte y seco. No podía moverse. Sintió que la garganta se le apretaba, que otra vez traspiraba. No pudo, no quiso moverse por un largo rato. Después Norita lo tomó de la mano y lo guió recorriendo las salas,  lentamente. Santiago sólo veía los colores, un mar de colores. Papeles picados que caían como lluvia sobre pintura fresca. Imágenes recortadas pegadas en cualquier lugar. Crayones, olor a crayones, textura de crayones, pasta de crayones impregnada en sus manos sudorosas.
Norita lo sacó de ahí. Lo llevó al hotel, a descansar, a bañarse, a refrescarse, a cambiarse, para ir al club, donde iba a jugar la cuarta ronda.

     Después de eso, Santiago  no recordaba más nada. En la madrugada  escuchó todo por la radio. “¡Veintitrés doble faltas!”, repetía el reportero, “Santiago Torres ha cometido veintitrés doble faltas, y cayó lastimosamente ante su rival! ¡Una derrota apabullante, señores!¡Un suicidio! ¡Veintitrés doble faltas! ¡Un verdadero suicidio!”
Otra vez, unos brazos fuertes, aunque suaves, lo envolvían, lo sostenían, mientras los temblores lo sacudían y los jadeos parecían ahogarlo del todo...
- “¡Santi, amor mío, tranquilizate, Santi, mi amor!”
- “¡Me suicidé, Norita, me suicidé! ¡No pude embocar los saques! Cada vez que sacaba, sólo veía colores y dibujos. Me parecía que el mango de la raqueta era un crayón gordo. No podía embocarle al cuadro de saque. No lo veía. Estaba lleno de colores y papeles picados que caían como lluvia sobre pintura fresca. ¡No veía la cancha! Me suicidé, Norita! En la radio lo están diciendo. Ya no podré hacerle frente a mi padre, ya no podré volver a jugar!”
- “No, mi amor, tranquilo... tranquilo... no te suicidaste. Al contrario, mi amor, volviste a nacer, gracias a Dios, volviste a nacer.”
Y lo besó con ternura.

                                                         Seudónimo: Eowyn Kynesha
                                                
                                                          

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