jueves, 24 de marzo de 2011

marianomoreno.blogspot.com

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Quedaron en encontrarse a las 9 de la mañana. TODOS.
El despertador del celular de Mariano sonó a las 5. Demasiado temprano, en realidad. Pero él necesitaba un tiempo para sí mismo, con su mate y su PC, antes del encuentro que hacía tanto tiempo venía preparando. Sus padres dormían todavía. Era feriado. No había por qué levantarse temprano. Don Manuel Moreno, plomero y electricista, hoy no movería su utilitario para ir a arreglar cañerías o conexiones. Su madre, doña Ana María, organizadora de uno de los tantos comedores comunitarios para chicos y ancianos sin recursos del barrio, había previsto entregar viandas ayer, para no tener que trabajar hoy. Piola, la vieja, pensó Mariano. Tuvo la suerte él de crecer entre docenas de niños que le hacían de hermanos (y que todos los días comían los guisos hechos por su madre). Era hijo único. Por la misma razón, pudo estudiar.
A Mariano le gustaban los libros como a otros chicos, el fútbol. Historia, de chico especialmente,  y abogacía, más tarde. Tenía veintitrés años. Ya se había recibido y ya había empezado a trabajar en un bufete. Además, tenía novia. A Guadalupe la había conocido en una reunión estudiantil. Era estudiante de Sociopedagogía con Orientación en Niñez y Adolescencia en Riesgo. Era hermosa e irradiaba una particular entereza. Inteligente, la piba, dedujo Mariano, al escucharla analizar problemáticas sociales.
Con ella hablaba mucho. Y de una de sus tantas conversaciones había nacido la idea, esta idea, que ahora estaba a punto de concretarse en el evento de hoy.
Mariano tomó un sorbo de la bombilla y volvió atrás, cerrando los ojos. Escuchó el silencio, mucho más allá de los ruidos infrecuentes del escaso tránsito de una madrugada de feriado. El absoluto silencio que lo envolvía a veces. Ese silencio que le permitía oír el fluir de la sangre en sus venas y arterias, el bombeo de su corazón.
Y los vio una vez más. Los vio llegar, claramente. Sin rumbo cierto, a tientas, como surcando espesísimas capas de neblina: los primeros inmigrantes de estas tierras. Algunos, caminando a paso lento, pesadamente, viniendo desde Asia y cruzando el continente de norte a sur; otros, navegando trabajosamente, en balsas endebles, por mares embravecidos, hacia aquella tierra, que otros, más tarde, mucho más tarde, al vislumbrar hogueras, llamarían “del Fuego”. Mariano sentía la sangre de esta gente, caliente y espesa, alimentar a la suya; el fluido vital de estos buscadores de vida, de hace trece mil años atrás, echando raíces en su nueva morada, como las inmensas araucarias del sur, ahora petrificadas. Ellos devinieron, con el correr de los milenios onas, tehuelches y mapuches, comechingones, ranqueles y sanavirones, tobas, wichis y guaraníes, quilmes, diaguitas y huarpes,  aimaráes, quichuas y coyas ... El corazón de Mariano bombeaba la sangre de todos ellos, y él, sintiendo intensamente el ritmo de ese fluir, escuchaba al mismo tiempo el arrullo de aguas cristalinas, que a partir de los Andes se convertían en glaciares milenarios y en ríos subterráneos para emerger en vertientes menores en otras regiones lejanas. Sentía también el sonido sibilante del viento constante, y percibía la vibración del aire caliente sobre los desiertos y la sombra fresca de inmensos bosques vírgenes .
Milenios de silencio profundo ... Casi eterno ... El mismo silencio abrumador que descubrieron, maravillados, miles de años después, los hombres venidos de España, que creyeron ser los primeros en apreciar tanta tierra bendita. También a ellos los vio llegar Mariano. A caballo, a pie y en carabelas, arrogantes, armados, ruidosos. Apenas un puñado de entre ellos trataría de estrechar lazos de confraternidad con las tribus ya establecidas en el territorio. Su arribo vomitó ataques, tormentos, esclavitud y exterminio. El silencio de antaño quedó ferozmente herido, cargado de terror y angustia. A pesar de ello, se fundieron, procreando con odio y con amor. Arrojaron niños sobre esta tierra, que debieron marcar nuevas huellas con sus piecitos descalzos, niños que terminaron, ya crecidos, repartiéndose las tierras y levantando ciudades. Silencio silenciado, sólo perceptible en su consistencia original en las regiones aún no invadidas. ¿Cómo hacer coincidir tal divergencia, por más espacio disponible que hubiera? Muy pocos de estos niños ya adultos comprometieron su alma y su razón en busca de una forma de convivir en paz. Uno de estos pocos, Mariano,  vio alevosamente malogrados sus sueños patriotas, un día, en altamar, rumbo a Londres. No lo habían dejado cumplirlos.
Muy a pesar suyo, el joven sintió fluir también la sangre de estos nuevos inmigrantes, de sus hijos y nietos, y de todos aquellos que peleaban entonces por armar un país. No era fácil soportarla: la sangre mezclada de todos ellos, con la de los que habían llegado antes y sentirla correr por sus propios vasos sanguíneos. Era densa esa sangre y estaba cargada  de desazón e impotencia.
Mariano tomó otro sorbo de la bombilla. Cuando  los ruidos ahora más intensos del tránsito urbano iban penetrando su sopor, aún no había salido de su estado de meditación. Logró visualizar, por ello, también las gigantescas olas de inmigrantes, mayormente europeas, que se volcaron, no mucho tiempo después, rítmicamente, sobre las orillas del Río de la Plata. Traían manos trabajadoras, piernas fuertes y vientres fecundos. Música bulliciosa también, risas sonoras y mucho, mucho aguante. El silencio infinito, aquel silencio inicial, quedó extinguido para siempre, casi totalmente.
Volviendo al presente, Mariano contempló, mate en mano,  la portada de su blog en la pantalla: a través de él había logrado, durante los últimos dos años, contactarse con al menos un representante de cada tribu y de cada comunidad inmigrante. No fue fácil. Pero con todos ellos había intercambiado mensajes durante mucho tiempo. Y entre todos habían acordado encontrarse. Debajo de las arcadas del Cabildo de Buenos Aires. A las 9 de la mañana. El 25 de Mayo de 2010.
No llevarían pancartas ni carteles. Eso estaba decidido. Sabían que verdaderas hordas de gentes las exhibirían para llamar la atención. No, no traerían ninguna identificación. No deseaban destacarse dentro de la multitud que colmaría la Plaza de Mayo. Sólo querían estar juntos ese día, en ese lugar. Se habían conocido de manera virtual y se conocerían ahora en persona, una centena de individuos, tal vez más, ya que algunos vendrían con sus padres e hijos. Habían hablado mucho, por el blog. Cada uno había relatado su época de silencio. Cada uno había aportado su visión de su llegada a estas tierras. Hoy - habían concordado - se reunirían allí, se abrazarían uno por uno, y formarían al final un abrazo circular, en el que sólo buscarían el anhelo del encuentro. En medio del estruendo de los bombos y del griterío multitudinario, ellos tratarían de recobrar el silencio perdido. Aquel silencio primario, del que tendría que nacer la esperanza del compartir, el único futuro posible para todos.
Mariano sabía que esta vez sus sueños no iban a sucumbir. Estarían enlazados con los de algunos otros y por más frágiles que fueran los hilos de la paz que se tejían en sus almas, él les enseñaría a fortalecerlos. Guadalupe estaría con él y él lo intentaría de nuevo.

 Mayo 2010




 


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